Colombia: cuando la ortodoxia económica ya no es un argumento concluyente

Si ha habido un país en Latinoamérica donde la economía libre de mercado ha gozado de continua adhesión ese ha sido Colombia, sin los pasados excesos estatalistas de muchos de sus vecinos –por gobiernos de izquierda o por dictaduras militares– y sin ningún volantazo neoliberal como el de los «Chicago boys» de Pinochet. La amenaza de una alternativa guerrillera desalentaba cualquier experimento y no dejaba más opción que asumir la ortodoxia económica. A partir de la década de 1980 esa ortodoxia tomó la forma del «Consenso de Washington», que en los últimos treinta años ha servido de guía para poner en orden la economía de Latinoamérica y facilitarle un cierto despegue.

Pero si la grave crisis de la deuda de los 80 dio paso a la «canonización» de la receta del adelgazamiento del Estado como actor económico y del equilibrio presupuestario, la crisis actual, con un nuevo abultamiento de la deuda externa, está rompiendo los consensos que se han vivido en torno a las políticas económicas. Esto está sucediendo en diversos países y de modo singular, en medio de protestas callejeras, en Colombia. Incluso en el mismo Washington hay un cambio de rasante, con un nuevo New Deal que va a disparar enormemente el gasto público, lo que pasa es que Estados Unidos puede seguir aumentando su deuda, porque siempre habrá demanda para sus emisiones de bonos soberanos, pero esa credibilidad no es la que puede ofrecer Colombia, por más que haya ingresado en la OCDE, el club de los ricos.

Descontento social

En el caso de Colombia, cuyo gobierno se vio obligado la semana pasada a retirar una ambiciosa reforma fiscal que buscaba compensar con ingresos sus paquetes de rescate social, se juntan dos asuntos de fondo. Uno es ese cuestionamiento general que en el mundo se está produciendo de las políticas del «Consenso de Washington». Otro es el relativo éxito del proceso de paz colombiano, que ha abierto el margen del juego político y por primera vez permite discrepar razonadamente de lo que venía siendo la ortodoxia en términos económicos. Un tercer elemento es que la mejora social que supuso la llamada «década de oro» latinoamericana –a raíz del aumento de los precios de las materias primas, entre 2003 y 2013– generó unas expectativas que después no solo no se han visto atendidas (lo que explicaría las protestas que estallaron en Colombia en noviembre de 2019), sino que en muchos casos han sido destrozadas por la pandemia (lo que habría impulsado de nuevo las protestas los últimos días).

Para Iván Garzón, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes, ambos momentos de protestas son un «continuo». En su opinión hay un descontento de fondo, agravado por un mal manejo de la pandemia, que el Gobierno de Iván Duque parece no entender, al rechazar cualquier razón de las protestas y criminalizarlas por su ocasional deriva violenta. «Es un Gobierno muy principalista, que se mueve por la ética de la convicción y no entiende la disconformidad social que existe», afirma Garzón, que estima que existe un «serio» riesgo populista de izquierda que se aproveche de ese caldo de cultivo.

Para Garzón, la gran «sorpresa» respecto a la reforma tributaria planteada ha sido que, en una Colombia muy conservadora en lo económico, «el argumento macroeconómico que antes era concluyente, ahora ya no lo es debido al contexto en el que nos encontramos». Si bien la ciudadanía valora que el Gobierno quiera mantener el ingreso básico y la devolución del IVA a los sectores populares que se han venido aplicando a raíz de la crisis, no se ha creado un consenso sobre dónde encontrar los ingresos públicos necesarios para compensar esos gastos. No es que la reforma vaya propiamente contra la clase media, precisa Garzón, pero «en un país con tanto sector informal, al final se acaba siempre apretando a los trabajadores formales». En su opinión, Duque ha dado muestras de gran aislamiento a lo largo de su mandato, sin contar con mayorías legislativas consolidadas, y eso ha ocurrido también en esta reforma.

La perspectiva de las elecciones presidenciales de mayo de 2022 puede estar condicionando la acción y la reacción del espectro político en esta cuestión. Aunque Duque no vuelve a presentarse (el sistema colombiano permite solo un mandato), su partido, el Centro Democrático del expresidente Álvaro Uribe, se encuentra en la difícil situación de tener que hacer frente al descontento y al mismo tiempo deber arreglar la economía con medidas difícilmente populares.

Cifras complicadas

Esa misma tesitura enfrentan los demás gobiernos latinoamericanos, en medio de lo que se considera que puede terminar siendo una nueva «década perdida». La pandemia ha supuesto un aumento generalizado de la deuda pública y eso limita enormemente el margen de libertad de los gobiernos, aunque a diferencia de lo ocurrido en otros momentos históricos críticos la inflación no se ha disparado (salvo en Argentina). El elevado coste del Covid deja a Latinoamérica sin un camino claro de recuperación por el cuestionamiento de la políticas económicas que hasta ahora eran la receta comúnmente aceptada.

Las cifras de Colombia, en cualquier caso, apremian: la deuda pública llegará el año que viene a un máximo del 64,3% del PIB; el déficit público, que en 2020 fue del 7,7% del PIB, este año ascenderá al 9,5%; la alanza de pagos seguirá siendo negativa a lo largo de los próximos años (en torno a -3,9% anual).

En 2020, la economía colombiana se contrajo un 6,8%, lo que supuso la destrucción de cinco millones de puestos de trabajo, al menos temporalmente. Para este año se espera un crecimiento del 5,1%, sin que el PIB vuelve a su tamaño anterior a la pandemia hasta la segunda mitad de 2022.

El FMI ha aplaudido el paquete de rescate aplicado por el Gobierno, que en 2020 alcanzó un 3,6% del PIB y en 2021 constituirá un 3,9% (un 7,5% sumados ambos ejercicios). Pero advierte que a medida que la pandemia remite, «las medidas de emergencia deberían ser gradualmente retiradas». La reforma fiscal ahora retirada por el Gobierno venía siendo preconizada precisamente por el FMI, que elogiaba la reforma fiscal porque estaba «basada en una movilización durable de ingresos y una mejora de la administración de impuestos».

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Fuente: ABC